viernes, 7 de abril de 2017

LA DESTRUCCIÓN DE JERUSALÉN III (César Cantú)

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Ya había sido tomada la ciudad, pasada a cuchillo y deshonrada; habíase interrumpido el sacrificio diario, que no había cesado desde la época de Judas Macabeo; fue atacado el mismo templo, y aún cuando había recomendado el mismo Tito que se conservase el santo edificio, habiéndose prendido fuego en él casualmente, fue reducido a cenizas (el 9 de abril). Al mismo tiempo que ardía el símbolo de la religión mosaica ( el 10 de agosto del año 70), había ardido también el Capitolio, sede de la religión pagana, como si el uno y el otro quisieran hacer lugar a la Iglesia del Dios vivo.

Después de una obstinada resistencia, fueron hechos prisioneros también Juan y Simón, y reservados para festejar el triunfo con setecientos de los principales judíos, y Jerusalén fue víctima de tan atroz matanza, que el mismo Tito la lloró.

VIsta aérea con la mezquita de la Roca en el centro

Algunos resistieron en algún castillo, y los refugiados en Masada, no pudiendo sostenerse por más tiempo, mataron a sus hijos y mujeres, eligieron después a diez que matasen a los demás y enseguida se suicidaron estos mismos.

Costó esta guerra, millón y medio de hombres—cuyo detalle nos da también Cantú—que habían concurrido de todas partes para defender la libertad, la religión y el templo de Dios.

Vespasiano, exterminó toda descendencia de la casa de Judá para quitar la esperanza a los que sobrevivieron; con los despojos del templo, fabricó el de la Paz, en Roma, al cual destinó el candelabro de oro y las demás prendas sagradas, y ordenó que todos los hebreos esparcidos por el Imperio Romano, pagasen al tesoro, el medio siclo con que antes contribuían para el santuario..

Después de una sublevación de un tal Barcocebas que se hacía pasar por el verdadero Mesías, que cometió verdaderos horrores contra sus circunvecinos no israelitas, contra los de Cirene, Chipriotas, contra los Griegos y los Egipcios, y que los Romanos hubieron de ahogar en sangre, matando quinientos setenta y seis mil hebreos--¡tantos había reunido la esperanza!, Jerusalén—sigue diciendo Cantú—cambió su nombre en el de Elia Capitolina, y de tal manera se olvidó su primitivo nombre, que habiendo dicho un mártir, en tiempo de Diocleciano, que era natural de Jerusalén, ni el gobernador de Palestina, ni ninguno de los presentes supieron donde estaba situada aquella ciudad”.