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En esta situación, a la que aludía Vespasiano cuando decía que los judíos le facilitaban la conquista de Palestina ( y que recuerda la frase evangélica(S.Mateo12, 25-“todo reino dividido contra sí mismo no puede subsistir”), se presenta Tito con su ejército para estrechar el cerco a Jerusalén, coincidiendo con la celebración de la Pascua que hacía reunir en la ciudad a mucha gente.
Dentro de ella –sigue diciendo Cantú—“únicamente el fanatismo de los Zelosos y las promesa de los falsos profetas, sostenían a la inmensa multitud, en la cual causó tal estrago el hambre, que las madres se comían a sus propios hijos. Agregáronse a esto, los estragos de la epidemia y el furor de los Zelosos, que, para encontrar qué comer o por ansia de sangre, atormentaban y mataban a los ciudadanos.
El historiador Josefo fue enviado muchas veces por los Romanos para intentar algún convenio; pero, como sucede a quien deserta de sus banderas, era sospechoso para los Romanos y para sus compatriotas. En fin, Tito juró el exterminio de aquella ciudad, protestando y diciendo que era inocente de las calamidades que ella voluntariamente se había atraído sobre sí misma.
Y aquí empieza el horror de los horrores que nos relata Cantú: “Todos los hebreos prisioneros fuero crucificados por orden del inhumano Tito; se prometió la vida a los que se rindieran; pero cuando salieron, muchos invocando la piedad, les dieron muerte los Romanos. Destrozando un soldado las entrañas de un cadáver, encontró dinero en ellas y habiendo circulado la voz de que los hebreos se lo tragaban, todos los prisioneros fueron descuartizados para buscarlo en su vientre.