Y la pregunta que se puede hacer a continuación es ¿qué es lo que diferenciaba a estos héroes de otros hombres vulgares?:
Y la respuesta es la Fe.
En el aniversario de la liberación, 13 de agosto de 1521, de México-Tenochtitlan por Cortés le tomaremos como modelo y representante del espíritu y valores que informaban a estos conquistadores, del que disponemos de mucha información gracias a los cronistas y biógrafos: Bernal Díaz del Castillo, Francisco Cervantes de Salazar, Gomara, Herrera, Fernández de Oviedo, Navarrete, Madariaga...
Sobre el libro de éste último sobre Cortés nos apoyaremos especialmente.
Sus juicios son especialmente agudos y provienen de un pensador que por sus posiciones políticas no son "sospechosos".
Como él indica, "Cortes, es uno de aquellos hidalgos de fortuna que
se precipitaban en tumultuoso torrente hacia el continente desconocido
con sus personas, sus bienes, su vida entera; del mismo linaje histórico
que Ojeda y Nicuesa, Pedrarias y Balboa, Pizarro y Solís, u otros
tantos conquistadores vigorosos centauros del Descubrimiento-Conquista
que galopaban sobre el continente sin dejarse arredrar ni por la flecha
indígena, ni por la naturaleza inhóspita y cruel, ni por sus propios
rivales, hasta que el indígena, la naturaleza o el rival ponía trágico
fin a su vida y aventura.
Como ellos, Cortés se lanzaba al Nuevo Mundo movido por una ambición tácita y oculta que la mera existencia de lo ignoto provocaba en su alma, por la tensión entre la vitalidad virgen de su ser y el ámbito sin límites en qué aplicarla, tensión que actuaba en todos ellos, pues estaba en el aire, pero que sólo sentía cada cual según el metal de su ánimo.
Estas tendencias naturales habían ido tomando forma histórica
concreta durante los siete siglos de la Reconquista en que España había
sido almáciga de guerreros.
En aquellos siete siglos (que terminaron cuando Cortés tenía seis
años de edad), la única profesión que un español viril creía digna era
la lucha contra el infiel.
De esta tradición surgen Cortés y todos los conquistadores.
Fueron al Nuevo Mundo a «fazer nuevas moradas» y «a ganar el pan» con
su lanza y espada, y tan lejos estaban de abrigar la menor duda sobre
la ética de su profesión como el accionista de una empresa lo está hoy
de abrigar dudas sobre la ética de sus dividendos o el obrero
especializado sobre la de sus altos jornales.
Era una forma de vida establecida y reconocida tácitamente, una ley
no escrita que obligaba al hidalgo o caballero a ganarse la vida,
hacerse la fortuna y fundar o mantener su linaje por medio de las armas.
El trabajo no tenía nada de deshonroso en sí; al contrario, el buen
artífice era objeto de universal estima, quizá mayor que en nuestra era
mecanizada. Sólo era vergonzoso el trabajo para el caballero o hidalgo,
porque implicaba falta de valor para ganarse la vida y la fortuna por
medios más peligrosos.
Por tanto, los conquistadores, vástagos de
veinte generaciones de vencedores de moros, acudían al Nuevo Mundo
imbuidos de la certeza absoluta de estar en su derecho y en su deber
como hidalgos al ganar nuevas moradas y abundancia de pan luchando
contra aquellos nuevos infieles en tierras ignotas.
Pero además sentían igual derecho e igual deber no sólo como hidalgos sino como soldados de Cristo.
Como Cortés solía repetir en cuanto a él concernía, «no tengo otro pensamiento que el de servir a Dios y al Rey».
¿Qué quería decir con servir a Dios? Hombre de su siglo,
profundamente empapado en la fe, más todavía, de alma tejida con fibra
de la misma fe, para Cortés no eran frase vana estas palabras.
¿Cómo podríamos nosotros, para quienes la fe es una lotería que se
gana o se pierde según la suerte de cada alma, comprender aquella edad
en que era la fe como el aire y la luz, una de las condiciones mismas de
la existencia, el aliento con el que se hablaba, la claridad con que
se veía?
Cortés respiraba la fe de su tiempo. «Rezaba por las mañanas en unas
Horas —dice Bernal Díaz— e oía misa con devoción.» Era una fe sencilla,
fundada sobre la roca viva de la unidad y de la verdad. Verdadera
porque una; una porque verdadera.
Lutero había nacido ya, pero su voz no resonaba todavía —al menos en
el Nuevo Mundo—. Todos los hombres, cualquiera que fuese su nación o su
color, eran o cristianos o infieles o capaces de que la luz del
Evangelio los iluminara e hiciera ingresar en el girón de la
cristiandad.
Servir a Dios quería decir una u otra de estas dos cosas tan
sencillas: traer al rebaño de la Iglesia a los pueblos ignorantes
todavía ajenos a la fe, o guerrear contra aquellos infieles que, por
negarse a la conversión, se declaraban enemigos de Dios y de su Iglesia.
Este era precisamente el plan de acción de Cortés en aquellas tierras
desconocidas que le aguardaban a Occidente: si los «indios» se
declaraban dispuestos a escuchar a su fraile, a dejarse bautizar y a
aceptar la soberanía del Emperador de la cristiandad, paz; si se
oponían, guerra.
Este servicio de Dios era desde luego también servicio del
Rey-Emperador. Al fin y al cabo ¿no era el Emperador ministro de Dios en
la tierra?
Este pensamiento era la base de toda la filosofía política, no sólo
española sino europea, y es seguro que Cortés lo oiría definir y
comentar más de una vez en las aulas salmantinas: había que obedecer al
Rey no como Rey sino como ministro de Dios.
Cortés serviría pues al Rey por el mero hecho de que conquistaría
para la cristiandad el ánimo y la voluntad de un nuevo Imperio.
Téngase en cuenta que, en aquellos tiempos, Estado y religión,
civilización y fe, eran una misma cosa, de modo que el servicio de Dios y
el del Rey eran uno y lo mismo en este otro sentido de que la
conversión, a ojos de aquel siglo, no era tanto un acto religioso e
individual como social y colectivo.
Cujus rex eius religio era el principio de aquella edad no
sólo entonces, cuando nadie soñaba todavía con la Reforma, sino aún más
tarde cuando la Reforma vino a hacer de este principio, tan extraño
para la actualidad, factor de tan grave importancia para la historia de
la Cristiandad.
Así se explica que Cortés se embarcase en su aventura con quinientos
soldados y sólo un fraile y que tanto él como sus compañeros tuviesen
una certeza tan absoluta de la santidad de su causa, pues, una vez
establecido su poder sobre la tierra conquistada y «pacificado» el
pueblo, la conversión era pan comido. No había en esta actitud ni sombra
de tiranía espiritual:
La conversión era pan comido puesto que la fe cristiana era la única
verdad, y, por lo tanto, los indios, libertados de su paganismo por las
armas españolas, no podrían dejar de ver con sus ojos ya libres la luz
de aquella única verdad.
No nos extrañe esta actitud: no sonriamos con sonrisa de
superioridad, porque los hombres de nuestros días piensan y obran de
idéntica manera con respecto a su religión, que llaman Democracia
liberal.
En ella creen con fe no menos ingenua, teniéndola por la felicidad
evidente para todo hombre de buen sentido, y en esta fe cobran fuerzas
para imponer el progreso y la libertad a todas aquellas sociedades que
no comparten su religión cívica.
Ha cambiado la letra pero la música es la misma. Pecaríamos de
injustos al ver hipocresía en la actitud de Cortés. Hipócritas y
egoístas los hay hoy y los había entonces, pero entonces como ahora, la
mayoría de los hombres de acción no veía contradicción o falta de
armonía alguna entre sus fines y sus métodos.
Cortés era sin duda uno de estos conquistadores sinceros. Cuando
hablaba de servir a Dios y al Rey decía lo que sentía, es decir, su fe
como agente cristianizador y civilizador de almas paganas y de Estados
bárbaros.
A buen seguro que no era cosa fácil encarnar una religión tan absoluta en sus normas.
El Capitán, como sus soldados, hallaría a veces la armadura de un soldado de Cristo bien rígida para los movimientos libres que pide la vida de los humildes humanos.
El Capitán, como sus soldados, hallaría a veces la armadura de un soldado de Cristo bien rígida para los movimientos libres que pide la vida de los humildes humanos.
En tales momentos, Cortés pecaba; a no ser que hallase en su
conciencia una junta elástica entre el ideal absoluto del Evangelio y la
práctica relativa de la realidad. Así le veremos aceptar mujeres
indias, regalo frecuente de sus amigos indígenas, no sin bautizarlas
primero.
Pero en cuanto a la conquista en sí, Cortés se nos presenta como un
conquistador persuadido de su derecho a dominar a aquellos infieles para
hacerlos entrar en el jirón de la Iglesia, pero a la vez consciente de
su deber de no recurrir nunca a las armas hasta haber agotado todos
los medios pacíficos de hacerse con la voluntad de los indígenas.
Esta actitud no era tan sólo mero deseo de economizar sus escasas
tropas; era también consecuencia de su opinión teórica basada en su
concepción religiosa, como lo prueba su práctica de hacer leer por el
escribano público ofertas de paz tres veces repetidas antes de iniciar
un ataque.
Esta ceremonia, no era para él mero trámite de leguleyo...
Ejemplos de su actuación, poniendo por encima los intereses
espirituales sobre los materiales, aunque los primeros pusieran en
peligro los segundos, los tenemos abundantemente.
Como cuando los españoles asistiendo a un servicio religioso
indígena, escuchando en silencio un sermón de un sacerdote indio,
vestido con largas mantas de algodón y que llevaba el cabello, al modo
ritual, sin lavar ni peinar desde que había sido ordenado, masa sólida
cimentada con la sangre de sus víctimas humanas. Cortés, por media de
Melchoi, el intérprete indio, explicó a los indígenas que «si habían
de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aquellos sus
ídolos que eran muy malos y les hacían error, y que no eran dioses, sino
cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas v se les dio a
entender otras cosas santas y buenas y que pusiesen una imagen de
Nuestra Señora que les dio y una cruz y que siempre serían ayudados y
tendrían buenas sementeras y se salvarían sus ánimas».
Los indios no
se atrevían por miedo a sus dioses y desafiaron a los españoles a que
se atreviesen ellos, con lo que pronto verían cómo los dioses les
harían perderse en el mar. Cortés mandó entonces despedazar a los
ídolos y echarlos a rodar gradas abajo; hizo limpiar y purificar el
templo, lavar las espesas capas de sangre seca que cubrían los muros y
blanquear todo y después hizo edificar un altar sobre el que puso la
imagen de la Virgen adornada con ramos y flores: «Y todos los indios estaban mirando con atención».
Esta escena parecerá sin duda de lo más anticientífico a muchos
arqueólogos y no faltarán racionalistas escépticos que, blandiendo la
Inquisición, declaren la religión de Cortés tan sangrienta como la de
los indígenas y, por lo tanto, el cambio de ídolos sin significación
alguna para la humanidad.
Pero el observador sobriamente imparcial pensará de otro modo. No hay
quien lea la página en la que Bernal Díaz refiere este episodio sin
sentir la fragancia de la nueva fe y de la nueva leyenda que vienen a
llenar el vacío creado por la destrucción de los sangrientos ídolos:
La Virgen Madre y el Niño, símbolos de ternura y de debilidad, de
promesa y de abnegación, en vez de los sangrientos y espantosos dioses.
Al realizar este acto simbólico, Cortés obedecía sin duda al impulso
de una fe ingenua y sencilla -único rasgo ingenuo y sencillo en aquel
carácter tan redomado- pero también a un seguro instinto del valor de
los actos y de los objetos concretos y tangibles en el gobierno de los
pueblos.
La destrucción de los ídolos iba a transfigurarse en una de las
escenas legendarias de su vida en cuanto sus inauditas hazañas hiciesen
de él una figura heroica cubierta de leyendas floridas; porque, en
efecto, la leyenda es un acto cuya verdad vive en la esfera de los
símbolos y Cortés iba a ejecutar más de una vez este acto tan simbólico y
creador, único que podía elevar a los indígenas de Nueva España de sus
sórdidos ritos caníbales al nivel elevado del ritual cristiano.
Los indígenas estaban por lo visto más dispuestos de lo que hubiera
podido creerse para aceptar el cambio, pues cuenta Bernal Díaz que, al
volver la armada inesperadamente a causa de una avería en un navío,
hallaron «la imagen de Nuestra Señora y la cruz muy limpio y puesto incienso». Y añade: «Dello nos alegramos».
Cortés consideraba gracia de Dios las victorias que había conseguido y
se preocupa en su correspondencia de los sacramentos. Leámoslo en
Bernal Díaz,: «En las cuales cartas les hizo saber las grandes
mercedes que Nuestro Señor Jesucristo nos había hecho en las victorias
que hobimos en las batallas y reencuentros desque entramos en la
provincia de Taxcala, donde agora han venido de paz, y que todos diesen
gracias a Dios por ello, y que mirasen que siempre favoreciese a los
pueblos totonaques nuestros amigos y que le enviase luego en posta dos
botijas de vino que había dejado soterradas en cierta parte señalada de
su aposento...»
Caída sensible, se pensará, para un caudillo que así pasa de sus
consejos de política en favor de los totonaques y su devoto
agradecimiento al Señor a Quien atribuye su gloria y sus victorias, a
pedir que le manden dos botijas de vino escondidas en su aposento de
Veracruz.
Pero, un momento. Sigamos leyendo: «... dos botijas de vino que
había dejado soterradas en cierta parte señalada de su aposento y ansí
mismo trujesen hostias de las que habíamos traído de la isla de Cuba
porque las que trujimos de aquella entrada ya se habían acahado».
Aquel vino no era pues para banquetes y no lo había ocultado a sus
sedientas tropas para aplacar la sed del General; era para la misa y se
había apartado para asegurar la continuidad del sacramento. «En
aquellos días —añade Bernal Díaz — en nuestro real pusimos una Cruz muy
suntuosa y alta y mandó Cortés a los indios de Çimpançingo y a los de
las casas questaban juntos de nuestro real que lo encalasen y estuviese
bien aderezado»
Junto con la confianza en sus hombres, fe en la victoria sin la que
la victoria es imposible, Cortés sentía la vocación de conquistar vastos
territorios y pueblos para el Imperio cristiano cuyo soldado tenía
conciencia de ser.
Para él, la propagación de la fe y la de las banderas de España eran
una misma cosa, y tan evidente que no admitía ni duda ni discusión.
Así escribe al Emperador cómo, para animar a sus soldados, les hizo valer que estaban «en
disposición de ganar para Vuestra Majestad los mayores reinos y
señoríos que había en el mundo. Y que demás de facer lo que a cristianos
éramos obligados, en puñar contra los enemigos de nuestra fe, y por
ello en el otro mundo ganábamos la gloria, y en éste conseguíamos el
mayor prez y honra que hasta nuestros tiempos ninguna generación ganó».
Estas palabras de su pluma prueban hasta qué punto eran inseparables
en su espíritu los motivos nacionales y los religiosos, lo que no ha de
sorprendernos en un hombre de su tiempo, sea cual fuere su
nacionalidad, y menos todavía en un español, acostumbrado por una
guerra siete veces secular contra el moro invasor a ver en el
extranjero al infiel y a identificar la fe con el patriotismo.
Además, al arrostrar tan ingentes peligros, Cortés confiaba de pleno en la ayuda divina.
El relato de Bernal Díaz es aquí inestimable, en contraste con el más
corto y sobrio del propio Cortés; pues mientras el soldado, a pesar de
su tendencia a sacar a luz a los de filas, se ve arrastrado por la
belleza misma del valor sereno de su caudillo a ensalzar los méritos de
Cortés, de cuya alma inconmovible hace irradiar ante nuestros ojos todo
el ánimo que inunda a su ejército, Cortés se limita a apuntar al cielo
como la fuente de la fuerza que él comunica a sus hombres en palabras
cuya misma sencillez hacen llegar haste nosotros el aroma de su
sinceridad: «Y que mirasen que teníamos a Dios de nuestra parte y que
a El ninguna cosa es imposible, y que lo viese por las victorias que
habíamos habido, donde tanta gente de los enemigos eran muertos y de los
nuestros ningunos» .
La constancia y la firmeza de esta seguridad en el apoyo de Dios, que
Cortés sentía como una fuerza siempre viva en su alma, resaltan y se
confirman en una escena que debemos a Andrés de Tapia.
Había procurado Cortés hacerse con toda la información y con todos
los consejos posibles por parte de los indígenas en quienes confiaba, y
en particular de Teach, el cempoalés, «hombre cuerdo, e según él
dicie, criado en las guerras entre ellos. Este indio dijo al marques:
"Señor, no te fatigues en pensar pasar adelante de aquí, porque yo
siendo mancebo fui a Mexico, y soy experimentado en las guerras, e
conozco de vos y de vuestros compañeros que sois hombres e no dioses, e
que habéis hambre y sed y os cansáis como hombres; e hágote saber que
pasado desta provincia hay tanta gente que pelearán contigo cient mill
hombres agora, y muertos o vencidos éstos vendrán luego otros tantos, e
así podrán remudarse e morir por mucho tiempo de cient mill en cient
mill hombres, e tú e los tuyos, ya que seáis invencibles, moriréis de
cansados de pelear, porque como te he dicho, conozco que sois hombres, e
yo no tango más que decir de que miréis en esto que he dicho, e si
determináredes de morir, yo iré con vos." El marqués se lo agradeció e
le dijo que con todo aquello quería pasar delante, porque sabie que Dios
que hizo el cielo y la tierra les ayudarie, e que así él lo creyese».
Estas eran las fuerzas que alimentaban su valor. No eran nuevas en
él. Le habían impulsado desde el principio, iluminando sus ambiciones
más densas con una luz y elevándolas con un espíritu sin los cuales no
hubiera sido capaz de mantener su dominio sobre los soldados y capitanes
que impacientes se agitaban en torno suyo como abejas y avispas; pero
aunque le animaron desde el principio, no cabe duda de que fueron
creciendo en poder e intensidad a medida que iba pasando de prueba a
prueba, elevándose de victoria a victoria, entre peligros que hubieran
quebrantado el coraje de un hombre sólo impulsado por una vitalidad
animal.
Cortés veía en su victorias la mano protectora del Señor cuyos
intereses servía devotamente, por pecador que tuviera conciencia de ser.
De modo que, sin darse cuenta aún de la índole primordial de su
victoria, que los acontecimientos iban a revelarle, y así, demasiado
realista para atribuirse todo el mérito del triunfo, le concede sólo
ocho líneas de una larga carta al Emperador, explicando la victoria
porque «quiso Nuestro Señor en tal manera ayudarnos».
Cortés hizo repetidos esfuerzos para convertir a Moteczuma. No es
posible que correspondiesen a lo arduo de la tarea. la distancia
espiritual que los separaba era demasiado grande, aparte de que le
faltaban los elementos mentales y lingüísticos necesarios para construir
el puente sobre aquel abismo, acercándose al ser recóndito y remoto
del Emperador azteca.
Es significativo que, aunque Cortés en persona se daba cuenta de la
vanidad de los ídolos mejicanos, sus soldados, sin exceptuar a Bernal
Díaz, y no pocas de sus cronistas, entre ellos Torquemada, Cervantes de
Salazar y Gómara, creían a pies juntillas en su existencia y en su
poder para aconsejar directamente y «hablar» a Moteczuma y a sus
sacerdotes, con no menos fe (quizá con más fe) que los mismos
mejicanos.
Así resulta que la religión, si no de Cortés, al menos de parte de
los españoles que en su órbita giran, era tan capaz como la de Moteczuma
y los suyos de absorber otros dioses, gracias a la virtud proteica del
diablo.
Para los cristianos sencillos de aquellos días, para todos los
soldados y para gran número de los fralles, aun de los más cultos, era
el diablo el que se hacía pasar por Vichilobos, Tetzcatlipoca y demás
figuras monstruosas que adoraban los mejicanos; con lo cual aquellos
«bultos» cesaban de ser meras figuras de piedra o de simientes amasadas
con sangre, meros apoyos materiales de los ensueños vacuos de una
estirpe atrasada, para transfigurarse en criaturas vivientes, dotadas de
una voluntad y de un lenguaje propios —hecho que hacía de la
conversión de los indígenas una especie de conquista espiritual, una
cruzada de los soldados de Dios contra el espíritu del Malo.
Puede compararse la actitud mental popular en estas materias con la
del propío Cortés cotejando el relato de Cortés sobre su famosa
destrucción de los dioses del Gran Teocalli con la página en que Andrés
de Tapia refiere la misma escena.
Significativa
imágen, metáfora de la liberación de Méjico, la Catedral sustituyendo
el Gran Teocalli, Templo Mayor azteca, lugar de asesinatos rituales
Cortés escribe con su concisión usual y con su elegancia positiva y
concreta. Al referirse a los dioses indígenas y al Dios universal de los
cristianos, habla un lenguaje claro, inteligente, casi pudiera decirse
que moderno y racionalista «los bultos y cuerpos de los ídolos en quien estas gentes creen -escribe al Emperador— son
de muy mayores estaturas que el cuerpo de un gran hombre. Son hechos
de masa de todas las semillas y legumbres que ellos comen, molidas y
mezcladas unas con otras, y amásanlas con sangre de corazones de cuerpos
humanos, los cuales abren por los pechos, vivos, y les sacan el
corazón, y de aquella sangre que sale de él, amasan aquella harina, y
así hacen tanta cantidad cuanta basta para facer aquellas estatuas
grandes. E también, después de hechas, les ofrescía más corazones, que
asimismo les sacrifican, y les untan las caras con la sangre. A cada
cosa, tienen su ídolo dedicado, al uso de los gentiles que antiguamente
honraban sus dioses, por manera que para pedir favor para la guerra
tienen un ídolo, y para sus labranzas otro, y así para cada cosa de las
que ellos quie ren o desean que se hagan bien, tienen sus ídolos a
quien hon ran y sirven.»
Estos fueron los ídolos, bien claro lo dice y bien claro lo ve, que creyó necesario derrocar: «los
más principales de estos ídolos y en quien ellos más fe y creencia
tenían, derroqué de sus sillas y los fice echar por las escaleras abajo,
e fice limpiar aquellas capillas donde los tenían, porque todas
estaban llenas de sangre que sacrifican, y puse en ellas imágenes de
Nuestra Señora y de otros santos, que no poco el dicho Mutecçuma y los
naturales sintieron; los cuales primero me dijeron que no lo hiciese
porque si se sabía por las comunidades, se levantarían contra mí,
porque tenían que aquellos ídolos les daban todos los bienes temporales
y que, dejándoles maltratar, se enojarían y no les darían nada y les
secarían los frutos de la tierra y moriría la. gente de hambre. Yo les
hice entender con las lenguas cuan engañados estaban en tener su
esperanza en aquellos ídolos que eran hechos por sus manos de cosas no
limpias; e que habían de saber que había un solo Dios, universal Señor
de todos, el cual había criado el cielo y la tierra y todas las cosas, y
hizo a ellos y a nosotros, y que éste era sin principio, y inmortal, y
que a El habían de adorar y creer y no a otra criatura ni cosa
alguna».
Lenguaje de hombre inteligente y claro, muy por encima no sólo del de
sus soldados, que no habían pasado por Salamanca, sino también del de
muchos frailes educados en la Universidad y que, en punto a erudición,
sobrepasaban a Cortés.
En estas palabras, Cortés mide la religión de los mejicanos como
hombre del Siglo, y bien devoto creyente de los dogmas de la Iglesia
entonces universal para todos los europeos.
Pero, al lado de esta transparencia intelectual, vibraba en él otra
calidad que no deja pasar tan fácilmente en sus cartas, fríamente
objetiva, al Emperador; bajo su mente clara ardía un corazón religioso
que explica su acción violenta contra los dioses indígenas, referida con
tanta sencillez en su informe al Emperador.
Este Cortés vibrante y trepidante es el que nos transmite Tapia en su
relato, si bien algo desfigurado por la visión personal del narrador.
Refiere Tapia cómo, cuando Cortés fue a visitar el teocalli, había en
Méjico poca gente española por andar casi todos en busca de minerales
por las provincias:
«e andando por el patio me dijo a mí: "sobid a esa torre e mirad que hay en ella"; e yo sobí [...] e llegué a una manta de muchos dobleces de cáñamo, e por ella había mucho número de cascabeles e campanillas de metal; e quiriendo entrar, hicieron tan gran ruido que me creí que la casa se caía. El marqués subió como por pasatiempo, e ocho o diez españoles con él; e porque con la manta que estaba por antepuerta, la casa estaba escura, con los espadas cuitamos de la manta; e quedó claro. Todas las paredes de la casa por de dentro eran hechas de imaginería de piedra [...] eran de ídolos, e en las bocas déstos e por el cuerpo a partes tenían mucha sangre de gordor de dos e tres dedos; e descubrió los ídolos de pedrería e miró por allí lo que se pudo ver, e sospiró, habiéndose puesto algo triste, e diJo, que todos los oímos: "¡Oh Dios! ¿Por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra?" E: "Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos".»
«e andando por el patio me dijo a mí: "sobid a esa torre e mirad que hay en ella"; e yo sobí [...] e llegué a una manta de muchos dobleces de cáñamo, e por ella había mucho número de cascabeles e campanillas de metal; e quiriendo entrar, hicieron tan gran ruido que me creí que la casa se caía. El marqués subió como por pasatiempo, e ocho o diez españoles con él; e porque con la manta que estaba por antepuerta, la casa estaba escura, con los espadas cuitamos de la manta; e quedó claro. Todas las paredes de la casa por de dentro eran hechas de imaginería de piedra [...] eran de ídolos, e en las bocas déstos e por el cuerpo a partes tenían mucha sangre de gordor de dos e tres dedos; e descubrió los ídolos de pedrería e miró por allí lo que se pudo ver, e sospiró, habiéndose puesto algo triste, e diJo, que todos los oímos: "¡Oh Dios! ¿Por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra?" E: "Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos".»
Tal fue sin duda el estado de ánimo en que se puso Cortés, mas no su
lenguaje, que ya conocemos directamente por sus cartas al Emperador. El
soldado cronista empaña con sus propias supersticiones el cristal
claro en que Cortés reflejaba la realidad. Al ruido de los cascabeles
habían acudido sacerdotes y otros circunstantes.
Cortés mandó llamar a los intérpretes y les dijo: «Dios que hizo
el cielo y la tierra os hizo a vosotros y a nosotros e a todos, e cría
lo con qué nos mantenemos, e si fuéremos buenos nos llevará al cielo, e
si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos
entendamos; e yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la
imagen de Dios y de Su Madre bendita, e traed agua para lavar estas
paredes, e quitaremos de aquí todo esto.»
Aquí ya refleja Tapia con alguna mayor fidelidad el estilo de su jefe, y sigue diciendo: «Ellos
se reían, como que no fuera posible hacerse, e dijeron: "No solamente
esta ciudad, pero toda la tierra junta tienen a éstos por sus dioses, y
aquí está esto por Uchilobos, cuyos somos; e toda la gente no tiene en
nada a sus padres e madres e hijos, en comparación déste, e
determinarán de morir ; e cata que de verte subir aquí se han puesto
todos en armas y quieren morir por sus dioses." El marqués dijo a un
español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de
Motecçuma, e envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con
él, e respondió a aquellos sacerdotes: "Mucho me holgaré yo de pelear
por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada"; y antes de que los
españoles por quien habia enviado viniesen, enojóse de palabras que
oía, e tomó con una barra de hierro que estaba allí, e comenzó a dar en
los ídolos de pedrería; e yo prometo mi fe de gentilhombre, e juro por
Dios que es verdad que me parece agora que el marqués saltaba
sobrenatural, e se abalanzaba tomando la barra por en media a dar en lo
más alto de los ojos del ídolo, e así le quitó las máscaras de oro con
la barra, diciendo: "A algo nos hemos de poner por Dios"».
Este admirable relato confirma en un todo el carácter de Cortés analizado en nuestras páginas.
En aquel momento era el dueño de hecho y sin disputa de un imperio
que había conquistado por una obra maestro de previsión, cautela,
sagacidad, paciencia y astucia.
Y una mañana, «por pasatiempo», va de visitar al Gran Teocalli, ve
los ídolos y las trazas repuguantes del cruel culto y sacrificio; se
entristece, interroga a Dios, ofrece servirle para libertar aquella
tierra y gente de tales abominaciones; predica a los sacerdotes como
puede; oye su resolución de morir por sus dioses y cauto como Capitán,
adopta rápidamente ciertas precauciones tácticas, pero ¿cambia su
estrategia?
¿Da ni un segundo de atención a la idea de que en un instante puede
destruir el éxito espléndido de todo un invierno de trabajos, de bravura
y de inteligente perseverancia? ¿Recuerda que tiene cantidades
ingentes de oro en sus arcas? ¿Piensa en su potencia, ya seguramente
establecida?
Ni un segundo. Echa mano de una barra de hierro y, sin esperar
siquiera a que hayan llegado los treinta o cuarenta españoles que ha
mandado llamar, se abalanza sobre los ídolos y los destroza, dándoles
primero en lo alto de los ojos en presencia de los sacerdotes
espantados.
Tapia, y sin duda también sus compañeros presentes, le vieron
entonces «saltar sobrenatural», elevarse en el espacio tan alto como los
ídolos gigantescos que iba a desafiar y a destruir.
Era en efecto sobrenatural y se elevaba más alto que sí mismo. «Considerando que Dios está sobre natura» —había escrito poco antes al Emperador—.
Así ahora alzado hacia Dios por su fe, se elevaba sobrenatural. La
marcha que había comenzado unas semanas antes en las marismas de
Veracruz, hacia lo alto, elevándose paso a paso, lucha a lucha, victoria
a victoria, por los escalones gigantescos de la cordillera haste la
altiplanicie de la capital misteriosa y recóndita, tenía que terminar en
la más alto de las ascensiones haste aquella cúspide del Teocalli más
empinado donde Cortés dio un golpe de barra histórico entre los ojos
del feroz Uitehilipochtli.
Aquél fue el momento culminante de la conquista, la hora en que el
anhelo del hombre por alcanzar lo más alto triunfa sobre su querencia a
contentarse con disfrutar de lo ya conseguido; la hora en que la
ambición y el esfuerzo vencen al éxito, en que la fe vence a la razón.
Si Cortes hubiera sido un hombre menos razonable, aquel acto hubiera
podido descontarse como una temeridad por bajo de las normas que todo
hombre debe alcanzar para que se le considere como en plena madurez;
pero Cortés encarnaba la razón y la cautela.
Su acto no puede pues interpretarse como caída por bajo de la razón,
sino al contrario, como subida por encima de la razón. Por eso ha
entrado de lleno en la leyenda, como todos los actos en que el hombre se
eleva por encima de los hombres."
Estos son los espíritus que conformaban los hombres notables de la España del Siglo de Oro. ¿Volverán sus inquietudes a llenar nuestros anhelos.
Artículo de Anotaciones de Pensamiento y Crítica